19 noviembre 2023

ANECDOTARIO (III)

Pues ya estamos en la tercera entrega de este Anecdotario; vamos, batallitas de toda la vida. Según van pasando los días voy recordando muchas anécdotas vividas en primera persona en algunas ocasiones o de las que fui testigo en otras. De momento no estoy contando casos que me han contado otras personas, pero quién sabe si algún día...

Y entrando en materia recuerdo el caso de las paletas (dientes) del Cabo H. El Cbo. H. era un Auxiliar de Instrucción del Batallón de Instrucción Paracaidista que llevaba las dos paletas postizas. Era un tipo muy disciplinado y buen cumplidor de sus obligaciones, cualidades que le llevaron a perder las paletas en el barro cuando una noche de maniobras, tras oír la voz de alarma, salió tan apresuradamente de la tienda de campaña para formar al pelotón que tropezó con un viento y calló de bruces al suelo. Un instante después salíamos un sargento y yo de la tienda modular próxima y nos encontramos al Cbo. H. a cuatro patas buscando sus paletas entre el barro, sin éxito, por supuesto. 

Tras la alarma, cuya única finalidad era sacar de los sacos de dormir a los alumnos, se trataba de dar un golpe de mano al vivac y el Cbo. H. simulaba que era el equipo de cobertura, que llevaría teóricamente dos ametralladoras MG. Según habíamos convenido en el ensayo de por la tarde, en el momento convenido el Cbo. H. comenzaría a pegar unos potentes silbidos, simulando que las ametralladoras estaban cantando, señal para que el equipo de asalto forzara la entrada en el vivac con la cobertura de las ficticias ametralladoras, pero nada ocurrió. Un silencio sepulcral y todos, cada uno en su puesto, esperando a que el cabo silbara. Pasados unos segundos, que me parecieron minutos y que fueron suficientes para que me cogiera un cabreo descomunal, me fui corriendo hasta donde se encontraba y, tras preguntarle y contarme por qué no silbaba, le dije que por qué no gritaba, por ejemplo, RA TA TA TÁ o FUEGO, FUEGO, FUEGO, o lo que fuera, a lo que me respondió, como buen cumplidor que era, "que se le había ordenado que silbara, no que gritara nada". En ese momento, adivinando la expresión de mi cara en la oscuridad,  el cabo empezó a gritar RA TA TA TA TÁ y, por fin, se pudo atacar el vivac con el sonido de fondo de alguna que otra carcajada. Está claro que sin dientes no se puede silbar y sin iniciativa las cosas suelen salir mal.

Lo que le sucedió al Cbo. H es una de esas cosas del directo de las que es difícil prever que te van a asegurar el fracaso, como lo que le ocurrió a un ranchero tras un apretón de vientre. Última noche de maniobras en San Gregorio y, como no existía aún la actual Zona de Espera, estaba mi compañía instalada frente a la Paridera del Santísimo cuando ese campo de maniobras aún era un paraíso por el que te  podías mover con total libertad, podías poner explosivo donde te diera la gana y podías realizar todas tus necesidades donde te apeteciera con la única condición de tener un simple zapapico y un poco de intimidad. 

Hacía frío y los sargentos nos metimos en la tienda de la cocina ARPA donde el sargento 1º auxiliar de la compañía dirigía la elaboración de la cena. Uno de los rancheros, que vestía mono de trabajo verde, pidió permiso para salir pues le estaba apretando la tripa y salió corriendo. Al rato volvió y empezamos a oler tan mal que decidimos salirnos de la tienda porque preferíamos el frío que tan insoportable peste. El sargento 1º echó al ranchero de la tienda y, al girarse éste para salir, comprobó que llevaba manchada toda la espalda del mono. Resulta que, debido a la prisa que llevaba se quitó la parte de arriba del mono para dejar al aire la blanquecina zona del cuerpo donde termina la camiseta y se puso en cuclillas para cumplir tan urgente misión. Terminó y se volvió a poner la parte de arriba del mono sin darse cuenta de que el interior de la espalda tenía una gran ensaimada que había caído ahí porque, al quitárselo, no lo había recogido, quedándose en el suelo sobre el que fue a parar la materia evacuada del interior de su angustiado cuerpo. 


Y es que hay prendas a las que a uno le cuesta acostumbrarse, como me ocurrió a mí cuando llegué destinado a La Legión en mi primer destino de Oficial. Salía de tomar café en la Residencia de Oficiales para dirigirme a mi compañía —entonces se trabajaba por las tardes— y al salir por la puerta me cubrí con el chapiri mientras bajaba las escaleras exteriores poniéndome las manoplas a continuación. En ese momento giró la esquina del edificio el Comandante X. (actual General X.) y, con esa voz enérgica y ese semblante que impresionaba, me dijo "mi alférez, en La Legión los oficiales nos ponemos las manoplas en el interior del edificio y en el marco de la puerta nos cubrimos"; era mi primer chorreo legionario. 

Como el Cte. X. era el G-2 de la Brigada de La Legión, pasaba frecuentemente de inspección por el Cuerpo de Guardia y, cuando el plantón estaba un poco acarajotao, daba la voz de ¡GUARDIA EL COMANDANTE! cuando éste ya había entrado hasta la cocina y, de esa manera, el Oficial de Guardia se encontraba frente a él poniéndose el gorrillo y con las manoplas en la mano, con el consiguiente chorreo del comandante. Por eso, algún  que otro teniente y alférez cuando entraban de Oficial de Guardia, permanecían en el despacho con las manoplas puestas hasta que el Cabo de Barreras les informaba de que el Cte. X. había salido ya de la base hacia su casa. Desde aquel primer chorreo, siempre que me he puesto las manoplas me he acordado del entonces Cte. X, por muchos años que hayan pasado.

Pero una cosa es acostumbrarse mejor o peor a algunas prendas específicamente militares y otra cosa es no tener ni idea de qué es realmente el uniforme que se tiene. A un militar eso no le ocurre, pero sí a algún civil, como, por ejemplo, el que llamó por teléfono hace unas semanas al Museo Histórico Militar de Cartagena diciendo que quería donar un uniforme de Capitán General. El Subteniente del museo le hizo unas cuantas preguntas para saber de qué tipo de uniforme era, época, ejército, etc y, tras unos minutos de conversación al final el hombre contestó que se trataba el uniforme de capitán general ¡de su primera comunión!


Y luego están los que saben qué es un uniforme y equipo, pero no tienen claro su uso. Siendo alumno en la Academia General Militar íbamos a clase con uniforme de trabajo, es decir, con zapato y calcetín negro. Estando en una de las clases de la tarde sonó por la megafonía el toque de Generala, por lo que rápidamente salimos del aula y nos dirigimos a nuestras respectivas camaretas a cambiarnos de uniforme y a coger armamento y equipo de combate con el pensamiento de que sólo formaríamos, se comprobaría el tiempo total empleado para que la unidad estuviera dispuesta, se darían novedades y se romperían filas volviendo a nuestros quehaceres académicos, ya que a primera hora del día siguiente teníamos examen.

Efectivamente, formamos y se dieron novedades, pero no rompimos filas. Nos repartieron raciones de campaña de cena. Ya teníamos claro que nos llevaban al campo y cenaríamos fuera para volver antes del toque de Silencio, pero no; nos llevaron hasta el vértice Pedos, creo recordar, nos establecimos en línea de vigilancia por binomios y nos dispusimos a pasar la noche turnándonos entre los dos componentes del binomio para descansar. La mayoría de nosotros teníamos una única preocupación, que era el examen que teníamos a primera hora de la mañana y que estábamos seguros de que nadie en la AGM se apiadaría de nosotros cambiándolo de fecha a otro día. Sin embargo otros tenían otras preocupaciones, como por ejemplo, haberse puesto las botas con los calcetines negros que llevábamos puestos antes de la Generala, llevar la mochila medio vacía sin saco de dormir o no llevar el chaquetón en ella. Para algunos la noche se hizo muy muy larga por culpa de su ingenua creencia en la benevolencia de los protos. Y, por supuesto, a primera hora estábamos en la Academia dispuestos a hacer el examen.

No cabe duda de que en las academias militares no suele ser buena idea creer que te lo sabes todo, pues siempre hay un proto, o muchos, que rápidamente te tiran por el suelo todas tus esperanzas, tal como me ocurrió a mí en la Academia General Básica de Suboficiales cuando pretendía pasar a formar parte del coro con la única intención de tener posibilidades de salir los fines de semana aunque fuera a cantar por ahí —en esa época no se salía de fin de semana a no ser que fueras Mención Honorífica o Cuadro de Honor, condiciones que no alcancé nunca—. 

Los pretendientes a coristas fuimos convocados en el salón de actos y se nos hizo empezar a cantar una canción militar detrás de otra mientras el Capitán Páter —de los que iban a diario con uniforme de campaña— pasaba fila por fila y alumno por alumnos oyendo sus habilidades musicales. a unos les decía "quédate" y a otros les decía algo así como "lo siento, no vales, gracias". Cuando se plantó delante de mí levantó la vista, me miró a la cara y con la suya muy seria me dijo "¿con esa voz pretendes estar en el coro? Lárgate ahora mismo o te meto un paquete por escaqueado".

Y esto es todo por hoy.